miércoles, julio 29, 2015

¿Y qué tal si...?

La vida se compone de pequeños fragmentos, cada uno diferente, diminuto, de igual importancia y conectados entre si por una linea de tiempo que los selecciona en tres grupos conocidos como pasado, presente y futuro.
Sobrecargamos con anhelo el pasado, y gastamos el presente haciendo planes para el futuro a sabiendas de que este se encuentra a sólo un segundo de distancia.
Las personas van y vienen y jamás se detienen, de igual manera que lo hace el tiempo.
¿Qué pasa con aquello que vivimos y tal vez perdimos?
¿Está perdido para siempre? ¿Y que pasa con aquello aterrador que aun no llega?, ¿Llegará?
Las verdaderas armas no se componen de acero indestructible o poderosas combinaciones químicas que resultan ser de margen nuclear, las armas a las que se deben temer y que son encontradas a diario por cualquier persona están compuestas de palabras; una de ellas puede ser la que está vez forma una oración simple y contundente ¿Y qué tal si?
Es capaz de desatar una guerra en tu cerebro y abrir una llave interminable de recuerdos que se mezclan con una mal usada imaginación. Es tan poderosa que es efectiva en cualquier situación o linea de tiempo, no pierde su efecto si es dirigida a algún suceso pasado o si por el contrario se dirige a algún deseo o hecho venidero.
"Y que tal si" tiene la capacidad de causar insomnio más que cualquier taza de café, será capaz de distraerte de cualquier actividad y claro está, su efecto más poderoso es sin duda la anulación de aquello que sí fue.
Es ejecutada de forma distraída e inconsciente haciéndola aun mas peligrosa y efectiva, llega en cualquier hora o momento y siendo conocedora de que estamos hechos de fragmentos hará que por fragmentos caigamos, pedazo por pedazo, porque está en ella crear una fisura, una grieta y desde ahí, derrumbarse es algo sencillo.
-W.L. 

viernes, julio 24, 2015

HERA, ELLA


Se envejeció en el tejado de su casa junto con a un libro y una taza de café. Se tumbaba a observar el recorrido de la luna y las brillantes estrellas del firmamento y desde el otro lado de su tejado, observaba el sol salir tras el violento mar.
Al lienzo le daba pinceladas de mar feroz, de noche fría, de ardiente sol. Retrataba un hombre valiente, un hombre que afronta la vida con tenacidad, un hombre que no teme abrir la puerta a lo desconocido.

Un hombre cansado de su existencia no subiría hasta la cima de una montaña, sin embargo, yo lo hacía: tras largos días de números y cuentas bancarias, subía al negro y viejo carro que mi padre me había heredado, acarreaba mí desgastado cuerpo hasta que los altos y frondosos árboles me lo permitían. Paso tras paso llegaba a la cima mientras que los luceros centelleantes de la noche me esclarecían el camino. Tras haber llegado a la cúspide contemplaba el reflejo del blanco astro en el océano que dejaba de distinguirse de la oscura bóveda celeste. Me desparramaba en la verde ruana de tan inmensas rocas y con los ojos cerrados, me precipitaba en el golpear de las olas contra el risco.

A un hombre como yo no se le traza bellamente junto a un paisaje tan majestuoso, sin embargo, ella lo hacía.
Recíprocamente nos acechábamos, nos arrebatábamos el ropaje, nos despojábamos las espesas capas de piel hasta contemplarnos el alma. Yo le arranque la soledad. Ella me arranco la tristeza.

Una tarde emprendí viaje a mi sagrado refugio. Subí allí de nuevo, la admire tan bella en una noche de luna llena. Me levante para acercar su mirada y la mía. No lucio nerviosa ni un solo instante pero desapareció por un momento y pensé que no la iba a tener jamás, pensé que se me había escapado el amor. No acelere el paso, pero mi corazón lo hizo al verla de nuevo con los pies en la tierra. Ella me esperaba así como yo esperaba llegar a ella. No me fije en el camino, no me fije en el reloj.
Llegue a ella. Inmóvil la contemple. Jamás pensé que fuera más bella de lo que imaginaba: ojos miel, cabello color café, piel morena, de figura esbelta, alta, tan hermosa… Desperté de mi contemplativo sueño.
-Alejandro, ese es el hombre que miras y te mira cada noche- le dije sin prisa y una sonrisa se asomó en sus bellos labios rojos. Estrechamos nuestras manos. Ella no soltó la mía y me llevo a su morada. Me invito a sentarme. Trajo consigo una taza de café. Tomo una pluma, un papel y trazó:
-Siento no puedas oír mi voz como yo puedo oír la tuya... Hera, esa es la mujer que miras y te mira cada noche.-
Hera, que hermoso nombre era. Tal vez no fuese la reina de todos los dioses, pero era la reina de mi corazón. No me entristeció en lo absoluto su muda declaración. Toda ella decía más que mil palabras.
Me tomó la mano de nuevo e hizo junto a mí un recorrido por los muros de su casa. Muros que estaban llenos de retratos, pinturas y también de lienzos en blanco. Resaltó varios en los que, a diferencia de los demás, los protagonistas no eran los gigantescos montes, las estrellas, la luna o la mar. En aquellas telas, el protagonista era yo.
Subimos a su tejado. Nos acomodamos allí, ella puso su cabeza en mi hombro y yo la rodee con mi brazo izquierdo.
Tuvimos una larga charla aquella solemne noche. Ella me oía con suma atención. Yo le leía con sumo interés: Sus padres murieron cuando ella tenía 27. Se le agoto el regocijo de la fama y decidió mudarse aquí, a pintar para ella misma. A los 32 se enamoró de mí, se enamoró de un hombre, un hombre que se enamoró de ella. Le mire a los ojos, la bese, la ame, la adore.
Gotas de lluvia desaforada nos mojaron los rostros. Nos alejamos un par de centímetros. Separé mis parpados. Su ausencia me dejo de nuevo la soledad de la que una vez ella me distancio.
La ame tanto como ella me amo, tanto como me enseñó a amar la vida, tanto como me enseñó a amar mi trabajo. La amaba cuando me levantaba cada mañana, cuando me lavaba el cuerpo, cuando me vestía de paño negro, cuando me iba y la dejaba con la pintura, el pincel y el lienzo en mano. La amaba cuando volvía a casa y ella estaba ahí, tan intacta, tan perfecta.
El inmenso azul que tanto admirábamos ella y yo, me la quito. Se llevó los cuadros, los lienzos, los pinceles, las pinturas. Se llevó los papeles en los cuales ella me trazaba sus apuros y fatalidades, sus alegrías y tristezas, papeles en los cuales, letra a letra, ella trazaba que me amaba. Se la llevó a ella, se llevó a mi amor.
Allí, desde la cima, le eche un vistazo a lo poco que dejo el piélago de su pequeña residencia. Volví al mar, volví a las olas, tome y vacié al mar el pequeño cofre que contenía las cenizas de la piel que me acompaño noche tras noche, los brazos que me acogieron, la última mirada con la que dijo adiós, las manos que me sirvieron el último café, el último corazón que me amo.

CODIGO DE REGISTRO: 144